Cuando entras por primera vez a una Escuela de Arte, tras las primeras jornadas de ilusión y en donde todo te parece hermoso y muy novedosa tu presencia, viene un periodo largo de dudas y aburrimiento. Y (casi) siempre por el mismo motivo.
Cuando uno entra en una Escuela de Arte, generalmente ya tiene una base mínima, y quiere aprender a una velocidad que no es la que te va a entregar esa Escuela, sea oficial, privada, de autor, especial, etc.
En casi todos los casos es imprescindible cansarte, aburrirte incluso, mientras trabajas en blanco y negro, con carboncillo o lápices, sin que en muchas ocasiones entiendas por qué ese uso que consideras excesivo, con el carboncillo.
En el Arte es fundamental conocer la luz y la sombra. Conocerla, distinguirla en todos sus grados, provocarla, construirla. Sin luz y sombra bien elegidos no hay contraste, volumen, color real.
Aunque luego te vuelvas un Miró.
Las texturas de los elementos que construimos se conforman con esa luz y sombra, y por eso si dominas con el carboncillo el construir decenas de tonos distintos de luces, decenas de graduación en las sombras para que puedan conservar los detalles, pero a su vez profundicen, tienes ya la mitad del camino recorrido.
En una Escuela de Artes empiezas entendiendo de luz y sombra. Y luego de opiniones ajenas.
Necesitas estar rodeados de otras personas que opinan, sean profesores o compañeros alumnos, y necesitas ver, comparar, aprender a base de entender qué hacen otros alumnos como tú.
Lo más sencillo es aprender a manejar herramientas, colores, soportes, técnicas. Lo complejo es perder ese exceso de seguridad con la que entras, para poder mejorar a base de ponerte en duda. Si quieres perfeccionarte, tienes que poner esfuerzo. Y eso casi siempre pasa por ponerte en duda, por dejarte llevar por los profesores que saben más que tú, y por recibir opiniones que irás puliendo.
