9.7.23

El pasado de la Inteligencia Artificial. Un Guernica mío


Esta obra como es lógico y se ve enseguida, NO es el Guernica de Pablo Picasso. Es un Guernica mío, una obra que sí, se puede llamar obra, que basándose en el Guernica de Picasso hace una interpretación libre de esa obra de arte, histórica y genial.

¿Es Arte?

¿Está hecha de verdad por mi?

¿Es mía?

Si la imprimiera en calidad buena tendría un metro de anchura, en calidad póster tendría dos metros de anchura. Y sí, lo habéis acertado. Está hecha por mi, desde un programa de Inteligencia Artificial.

¿Por mí? Sí, creo que sí, y lo voy a intentar explicar. 

No es solo una obra de una máquina, de un programa. Al igual que una obra de Goya o Velazquez no es propiedad intelectual de sus pinceles ni de sus pinturas o aglutinantes. Ni de su base y lienzos. Ni tampoco de sus profesores o de sus ayudantes que pintaban los fondos. 

En la Inteligencia Artificial sucede lo mismo. Es una herramienta aunque de momento joda pues ha venido a toquetear todo, a modificar, a revolver todo en varios sectores sobre todo lo establecido y de momento en un principio aunque nadie sabe hasta dónde es capaz de llegar.

A esa herramienta que llamamos Inteligencia Artificial, le tenemos que dar órdenes. Sin esas órdenes no es capaz de hacer nada de nada. Es una herramienta que permanece quieta, estática, hasta que recibe órdenes para ponerse a trabajar. 

Hace ya más de 30 años que me mostraron como aquella Inteligencia Artificial que entonces no se llamaba así, era capaz en una pantalla de hacer rectángulos dibujados con la mano y un lápiz o un ratón, que luego podía sacar en una impresora. Hasta entonces nada en el dibujo era visual. Aquella inteligencia informática podía colorear en blanco y negro y grises aquellas figuras que yo creaba, hacer estrellas, círculos, y sobreponerlas. Hasta entonces todo se hacía con aerógrafo, rotring de distintos grosores, rotuladores o plumilla. 

Incluso algunos de aquellos ordenadores anteriores, tenían unas alfombrillas en un lateral en donde elegías con el dedo o un lápiz qué tenía que hacer la máquina. Si querían un círculo pinchabas en un círculo dibujado en el tapete. Si querían meter una imagen elegías esa opción no en un menú sino sobre algo como herramientas fuera de la pantalla.

En aquella incipiente IA podía escribir sobre mis dibujos, y a los pocos meses me mostraron que incluso se podían colorear con miles de colores. Era todo virtual sobre una pantalla de 13 pulgadas que era luego capaz de sacar el resultado a papel cebolla, a triacetatos, bien como una composición a color o bien con los cuatro colores de impresión por separado para pasarse a unas planchas de impresión.

Aquello acabó con mi oficio, lo noté y tardó algo más de una década en que fuera así de real todo. 

En las dos últimas décadas del siglo XX había que ir a Alemania o Israel para comprar un scanner en condiciones de calidad, en donde verlos y comprarlos. El primero que compré —cuatro metros y algo de largo y casi dos metros de altura— costó un poco más de 30 millones de pesetas. A los pocos meses vendían en el PRYCA un scanner 10 veces más pequeño pero que servía para el 10% de la producción y por el precio de 5.000 pesetas. Eran los primeros pasos de la IA.

Que ahora sea capaz esa IA de hacer un Picasso inventado, tras recibir órdenes de una persona parece lógico tras la prehistoria de todo esto. La máquina no sabe quien fue Picasso, no sabe nada de lo que no le hayan enseñado antes. Aprende según le vamos ordenando que haga cosas. Se fija y memoriza. Y sobre todo aprende de lo que le decimos que está bien o mal.

Pero depende de nosotros, de nuestras órdenes, de que le digamos qué queremos que haga. No movemos la mano como hacíamos con el pincel ante el lienzo o la paleta, ahora movemos las órdenes sobre el teclado. Y será tanto o tan poco eficaz y original lo que esta IA sea capaz de hacer, como originales seamos nosotros a la hora de ordenarle que haga una cosa u otra.

Nota.: Todo esto se ha logrado con la colaboración del profesor Miguel Puente Ajovín