Todos los creadores, los que hacemos algo de Arte, nos hemos preguntado en voz baja al menos, si debemos priorizar lo que queremos crear, o si nos debemos a nuestros espectadores.
Cuando un artista crea, conviven en sus decisiones dos fuerzas que rara vez se excluyen. Por un lado, está la necesidad íntima: el crear como desahogo, como búsqueda de sentido, como diálogo interior, como un sistema de comunicar.
Es la dimensión creativa más personal, la que responde al impulso creativo que nace incluso sin un destinatario concreto. Ahí el artista piensa en sí mismo: en comprender, en experimentar, en transformar lo que siente o imagina, en materia visible, audible o tangible. Cada artista con el modelo y las herramientas que tenga a mano.
Por otro lado, existe la dimensión comunicativa. El arte no vive aislado: aun la obra más íntima se convierte en mensaje en cuanto es compartida. Hablamos a través de lo que creamos, aunque no se nos entienda nada.
Y en ese punto, inevitablemente, el artista se pregunta cómo será recibida, qué resonancia tendrá, qué lectura harán otros.
Algunos crean pensando de manera explícita en el público que lo verá o escuchará o leerá —buscando provocar, conmover o persuadir—, mientras que otros lo hacen con menor consciencia en lo que van a ver los demás, pero el espectador siempre está presente, aunque sea como una sombra.
Quizás lo más correcto sea pensar que el arte oscila entre esas dos tensiones: expresión y comunicación.
El artista se crea a sí mismo en su obra y crece con ella, pero al mismo tiempo deja una huella para que la vean los demás. La riqueza del arte es precisamente que se puede crear o construir desde de lo más personal y, aun así, llegar a tocar o influir a quienes lo contemplan desde posiciones completamente distintas al artista.